Qué bueno que los niños sean felices...

La felicidad de los niños parece ser el nuevo reto de las familias modernas. Abuelos que se desbordan en regalos, padres sobreprotectores y tíos consentidores. Pero nos hemos preguntado qué clase de felicidad le estamos procurando a nuestros niños.

 

 

La sociedad en la que vivimos nos invita de múltiples formas a ser felices, y a convertir a ésta en una meta de nuestras vidas. Los viajes, el estudio, las compras, la diversión están allí para acercarnos a dicho propósito.

 

Por supuesto, queremos lo mismo para los niños y niñas, queremos que sonrían y que esta primera y segunda infancia transcurra de la manera más placentera para ellos; minimizando los momentos desagradables y molestos. Este deseo es a todas luces legítimo, pero vale la pena hacer algunas precisiones de qué no es la felicidad:

 

En primer lugar, la felicidad no se puede asociar a la posesión de objetos y de regalos; nuestros niños deben ser capaces de ser felices aún en los momentos de escasez y de dificultad económica. En el fondo a ellos no les importa el precio de los regalos, lo que les interesa es el juego en sí mismo, y el tiempo que se les dedique para jugar.

 

La felicidad tampoco es sinónimo de éxito constante y permanente. Los niños deben aprender del fracaso, del error. Cuando un niño se equivoca, se abre toda una posibilidad pedagógica de orientarle a que entienda qué fue lo que falló, a que busque nuevas e innovadoras soluciones y a que fortalezca su carácter para afrontar los múltiples fallos y desaciertos que tendrá a lo largo de su vida.

 

Cuando los padres protegemos a  nuestros hijos de todo aquello que consideramos que les hace infelices y los encerramos en una “burbuja”, les estamos negando el proceso de aprendizaje que la vida misma implica. Vivir es experimentar, caerse, ensuciarse, pegarse, entristecerse para luego aprender de todas y cada una de las vivencias.

 

Mucho menos se puede homologar felicidad con consecución de logros. Los padres contemporáneos hemos entrado en una esquizofrénica búsqueda de la perfección de los niños, a quienes les exigimos ser los mejores en todo lo que emprenden: niños que a muy corta edad se les pide que sean grandes futbolistas, músicos geniales, artistas integrales, bilingües (por lo menos), atractivos y graciosos. El desacierto no está en buscar nuevos campos de conocimiento y de actividad para los niños, sino en exigirles que sean todo, sin nunca consultar con ellos qué es lo que realmente quieren hacer.

 

Los niños no son felices porque se les haga todo. Sus alegrías también devienen del desarrollo de su autonomía y del fortalecimiento de sus destrezas. La inutilidad nunca puede ser un sinónimo de felicidad.

 

Finalmente, la concepción egoísta y excluyente de la felicidad nos enseña que para ser feliz se vale todo, aun la infelicidad del otro. Vale la pena que los niños crezcan en un contexto en el que se pueda ser feliz colectivamente y donde ellos comprendan que a veces no se puede lograr todo para sí, porque hay que compartir con los demás.

 

Qué bueno que como generación nos esforcemos por dejarles a nuestros niños y niñas un mejor futuro y un contexto rodeado de felicidad, qué bueno que de verdad ellos puedan ser felices.

 

 

 

Por:

Camilo Castiblanco Durán.

Papá, sociólogo e investigador en temas de infancia.

 


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